Un problema con el que suelen encontrarse quienes editan una revista es con la quejas constantes de los autores en relación a la forma en que los revisores formulan sus dictaminaciones, y, algunas veces, suelen ser quejas y molestias bien fundadas. No habrá sido la primera ni será la última vez, apostamos, en que quienes estamos leyendo esta entrada hemos intervenido y hecho de mediadores, más allá de lo que dictaría la norma práctica, pidiendo a algunos evaluadores mesurar sus comentarios, hacer un uso menos violento de los adjetivos y, muchas otras veces, incluso, señalando que en el fondo pueda existir un ataque ad hominen (aunque todo sea a doble ciego) en el proceso de dictaminación.

            Si bien estos casos son los menos, afortunadamente, sí es común darse cuenta de que muchas veces una importante carga de subjetividad está vertida en las evaluaciones y que un tanto de ocasiones esta subjetividad se convierte en una pared de intransigencias o en una cortina de humo argumentativa que esconde prejuicios temáticos, disciplinares, epistemológicos y hasta ideológicos.

            Aunque la subjetividad, por supuesto, es inevitable y transversal a todo proceso de juicio y a toda operación cognitiva humana (y eso es también y por otro lado una buena noticia), siempre debe mediar, por parte de quienes editan, un principio de vigilancia y observación axiológica que impida que la evaluación se vuelva una práctica que actúe bajo la lógica que en economía llamaríamos minimax: un escenario en el que las decisiones se tomen en el entendido de que alguien va a perder una parte importante de lo hecho (y que suele ser el autor) mientras alguien más debe contrapesar con altas pérdidas la decisión tomada (que suele ser el editor al avalar un conjunto de juicios visiblemente sesgados, desequilibrados o francamente injustos).

            Por supuesto, la pregunta del millón es cómo diseñar y mantener esta vigilancia, esta suspensión moral del juicio que permita ver al centro de la campana de los mínimos y los máximos que se reparten entre la opinión a la ligera y el ataque sin atribuciones; aunque no hay fórmulas, una estrategia está la valoración contrastada, o lo que es lo mismo, en saber que cuatro o seis ojos son más objetivos que un solo par, y para eso echamos mano de los coeditores o, bien, de los comités científicos o editoriales, según sea el caso. Lo importante, como fuere, es tener la consciencia de que cada tanto aparecen situaciones que ameritan el concurso de más de una mirada y la puesta en común sobre aspectos no siempre contemplados.

            La cuestión aquí es que quienes apoyan con sus dictámenes, sean conscientes que la carga de valor en el uso de adjetivos, no aporta nada. Que si en un momento dado, quien evalúa en un texto detecta quién puede ser el posible autor (finalmente en las áreas de especialización se conocen los colegas y estos no siempre se caen bien) lo mejor es rechazar el dictamen y actuar con un código de ética.   La labor como editores es cuidar y revisar todas las evaluaciones y evitar en la medida de lo posible, estas prácticas que aunque pocas, se presentan en el proceso de dictamen.